miércoles, marzo 04, 2009

Zona de Obras


El número de invierno 08-09 de esta revista española (www.zonadeobras.com) incluye un apretado dossier dedicado la la cultura en la Ciudad de México, con textos y entrevistas de Mafer Olvera, Joselo, Ernesto Contreras, Manuel Mathar, Guillermo Fadanelli y Ely Guerra. Una selección un tanto desconcertante. También tiene una breve guía de los lugares que hay que visitar y un "Directorio chilango", preparado por Enrique Blanc, en el que caben museos, revistas, autores, películas, antologías, grupos musicales, mercados populares y antros indispensables. La presentación, que reproduzco aquí, es de un servidor.

Retrato de una ciudad

No son pocas las veces que la Ciudad de México ha estado al borde de un colapso catastrófico, como en las espectaculares películas de desastres o ciencia ficción. Nunca se sabrá cuántos miles de personas murieron aplastadas en el terremoto de 1985, ni tampoco cuántas familias quedaron reducidas a carbón por las explosiones de las gaseras del marginal suburbio de San Juanico un año antes. Vigilante impasible, el legendario volcán Popocatépetl (“montaña que humea”) podría hartarse un día y en medio de un furioso estruendo bañar con su lava llameante la urbe inabarcable que se extendió bajo sus faldas como una plaga, como un cáncer. El subsuelo cenagoso podría ceder en cualquier momento y tragarse de un fétido bocado a los veinte millones de mutantes —¿qué otra cosa somos?—, con sus edificios, trenes y autobuses. La que una vez fuera la región más transparente del aire se transformaría en una gigantesca ciénaga desolada, espejo inerte del antiguo mar de Texcoco. El sol asomaría sus tenues rayos a través de la nata espesa que cubriría el lodo y las laderas del otrora majestuoso valle del Anáhuac.
Hace medio milenio la gran Tenochtitlan deslumbró a los conquistadores españoles por su belleza y perfección. Erigida sobre un inmenso lago, la ciudad era limpia y ordenada. Pero la ciudad india debía ser destruida para levantar en su lugar la metrópoli de los nuevos amos. Quinientos años después la tradición y la modernidad se baten fieramente en una ciudad que sueña aún con su glorioso pasado americano y que ha destruido parte de su legado europeo, de la misma manera en que los españoles abatieron códices, dioses y pirámides. El nuevo progreso habla un dialecto del inglés y ha llegado en la forma de una barbarie sofisticada pero inexorable. El futuro es un eterno presente ruinoso y carcomido. Nadie puede saber qué será de la raza de mexicanos que habitan esta urbe malhadada, acaso la más grande del mundo.
El crimen enseñorea las calles mientras los políticos de todos los signos —depredadores a sueldo— entrechocan sus copas en restaurantes de lujo. Niños sin padres se ganan la vida a golpes y viven en cavernas bajo el asfalto. Millones de seres viajan adormecidos de un extremo a otro para laborar como bestias y volver rendidos a sus viviendas. Masas vociferantes exaltan al cacique que amenaza refundar la patria. Otros fantasmas rezan por el regreso del oscurantismo divino. Con todo e Inquisición. La televisión, dragón enloquecido, muestra cuerpos y rostros sonrientes. Los jóvenes se desviven por hacerse ya de fama y fortuna bailando y cantando en la pantalla y, ¿por qué no?, en un fastuoso megaconcierto. Nadie quiere ya ser arquitecto ni médico —menos aún profesor. La biblioteca más grande del país se eleva tristemente para hacer gala de su enorme estupidez. Ahí descansa una pieza del artista mexicano más prominente de los últimos tiempos.
En la Ciudad de México hay lugar también para el glamour. Hay barrios chic y bistros a la francesa, con hoteles de lujo y prestigiados museos y galerías. Los miles de músicos y otros artistas que viven en la ciudad, la mayoría desconocidos, batallan por lograr una poca notoriedad. A otros le sonríe la suerte y alcanzan algo parecido a la gloria. Becas, exposiciones, conciertos, viajes. Catálogos, un buen disco. Para otros, el anonimato cruel. Hay artistas que dialogan con la inteligencia y la sensibilidad —otros lo hacen con el poder. Algunos de ellos conocen la realidad y tratan de explicárnosla. O simplemente de explicársela a sí mismos. En estos tiempos turbulentos y sin brújula, conocer a los artistas que trabajan y perviven en esta urbe descomunal, tan grande como un mar, quizá sea una de las maneras más certeras de empezar a conocerla.

martes, marzo 03, 2009

Gutierre Tibón


[Publicado en Milenio Semanal el 1 de marzo de 2009; foto de Manuel Cascales]

Los tibónidas, descendientes de Yehudá ben Saúl ibn Tibón (ca. 1120-1190), fueron una dinastía de médicos, sabios y traductores que vivieron en Granada hasta el siglo XII, cuando los fanáticos almohades obligaron a los hebreos a refugiarse en Cataluña y Provenza, dando fin así al esplendor de la rica y armoniosa cultura judeoárabe de al-Ándalus. Hijo de Yehudá, Samuel ibn Tibón no solamente tradujo al hebreo la célebre Guía de perplejos, de Maimónides —cuya familia también había sido expulsada de España—, sino que le anexó un diccionario filosófico que ayudaría a su comprensión. Maimónides escribió una carta a Samuel en la que recomendaba la traducción y el estudio de pensadores árabes, griegos y judíos “de importancia” —pues había otros en los que no valía la pena detenerse—, lo que conformaría posteriormente el corpus básico de la educación científica y filosófica de los judíos en Europa occidental.
Descendiente de esa ilustre estirpe, el erudito italiano Gutierre Tibón, nacido en Milán en 1905, habría cumplido 104 años entre el 28 de febrero y el 1 de marzo de este año no bisiesto (en que no hay 29 de febrero, como sí lo hubo el año pasado y lo habrá en 2012). Llegado a México en 1949 —invitado por Isidro Fabela, nuestro delegado en la Liga de las Naciones en Ginebra—, se mudaría pronto de la Ciudad de México a Cuernavaca, donde vivió hasta su muerte en 1998. Una calle de esa ciudad morelense lleva el nombre del inventor de la innovadora máquina de escribir portátil Hermes Baby y autor de una vastísima obra esencial para entender no solamente la historia de su país de adopción, sino cuestiones fundamentales para el desentrañamiento de mitos, leyendas y tradiciones. Entre sus numerosos libros que tratan de lingüística, filología, etnología, religión e identidad cultural se cuentan América, setenta siglos de la historia de un nombre (1945), Historia del nombre y de la fundación de México (1975), La tríade prenatal: cordón, placenta, amnios. Supervivencia de la magia paleolítica (1981), El ombligo como centro cósmico: Una contribución a la historia de las religiones (1981) y, entre muchos más, el Diccionario etimológico comparado de los apellidos españoles, hispanoamericanos y filipinos (1988).
“Mi obra como escritor, durante casi ocho lustros, no ha sido de imaginación sino de investigación”, decía Tibón de su inapreciable trabajo, y añadía: “No creo haberme salido de mi línea al revelar la verdad sobre las estatuas de la isla de Pascua o sobre las figuraciones plásticas de la pubertad femenil en la América precolombina. Sólo hipócritas o espíritus mezquinos pueden ver en las relaciones mágicas de hombre y naturaleza concepciones cósmicas de hondísimas raíces algo que hay que callar u ocultar”. Un ejemplo mínimo de su agudeza y perspicacia lo ofrece el siguiente párrafo, extraído de sus Divertimientos lingüísticos de Gog y Magog, artículos de reflexiones y curiosidades publicados en el diario Excélsior y recopilados por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo en 1946: “El caso de Jerusalem me parece todavía más interesante. Uru (como Ur en Caldea) es ‘ciudad’; y salim (salám en árabe, de donde nuestra zalema) en paz. Urusalim o Ierushaláim es, pues, la Ciudad de la Paz. Pero los griegos vieron en la primera parte del nombre de su idioma Hieros, sagrado (como en hierofante, hieroglífico, etc.) y Jerusalén se volvió para ellos ‘La sagrada Sólima’”. Qué tristeza habría embargado hoy al último de los tibónidas al ver la ciudad de la paz en permanente pie de guerra.