
Germán List Arzubide nació en Puebla el 31 de mayo de 1898 y murió poco después de haber cumplido cien años, el 17 de octubre de 1998. En agosto de ese año la Escuela Nacional de Música celebró el II Coloquio Silvestre Revueltas y entre las piezas que se interpretaron del compositor duranguense estaba Troka el poderoso, basada en el volumen de cuentos para niños del mismo nombre de don Germán. Ahí lo vi, en silla de ruedas y la cabeza gacha, acompañado de su hijo Eric List. Me acerqué a saludarlo: “Don Germán, ¿me recuerda? Soy Rogelio Villarreal...” Inmediatamente alzó el brazo y me dijo algo inaudible. Me hubiera gustado verlo con su altura imponente y su vigorosa jovialidad de apenas unos años antes.
Lo conocí en 1982 o 1983 en la oficina de mi padre, quien le publicó reediciones facsimilares de El movimiento estridentista (1927) y Troka el poderoso (1939). Además de haber sido uno de los pilares del estridentismo —ese irreverente e impetuoso movimiento de los años veinte hermanado con el ultraísmo y el futurismo—, List Arzubide combatió en la revolución mexicana, había sido educador, pionero de la radiodifusión cultural y autor de una veintena de libros de historia, ensayo, cuento y teatro guignol —género del que fue fundador en México.
Al presentármelo mi padre me dijo: “Don Germán es un monumento viviente”. Vaya si lo era: nada menos que el último poeta estridentista vivo y héroe de mil batallas políticas y culturales. Don Germán frecuentaba la modesta editorial de mi padre y le gustaba que mis amigos y yo le preguntáramos sobre sus hazañas de juventud, como aquélla de 1929 cuando Augusto César Sandino —de paso en México— le pidió llevar al Congreso Mundial Antimperialista en Francfort una bandera estadounidense que el llamado “General de Hombres Libres” le había arrebatado al ejército invasor en Nicaragua. List Arzubide ocultó la bandera entre sus ropas y así cruzó desde la frontera a Nueva York, a donde llegó en pleno verano. Sudoroso y agitado, tuvo que fingir una gripe endemoniada para justificar los gruesos ropajes. Una vez en Alemania recibió una ovación al mostrar la bandera de los odiados Estados Unidos y mereció el honor de presidir la asamblea al lado de personalidades como Henry Barbusse, Jawaharlal Nehru y la esposa de Sun-Yat Sen.
Don Germán y Felipe Ehrenbergh presentaron el primer número de mi revista La Regla Rota en la primavera de 1984. Con su discurso el entrañable poeta se echó a la bolsa a la concurrencia, jóvenes artistas y escritores que apenas despuntaban. Esa noche fresca habló de las revistas que él mismo había fundado y de los festejados manifiestos del estridentismo, y llamó a los jóvenes a no dejarse adocenar por el poder. Mencionó a un Octavio Paz que defendía con ardor la democracia pero que se mostraba intolerante ante cualquier opinión diferente a la suya.
Un par de veces nos acompañó don Germán a la discoteca El Nueve, una de ellas en el debut del grupo Café de Nadie, bautizado así en honor del solitario café de la avenida Álvaro Obregón en el que se reunían los poetas a fraguar la revolución literaria y artística que confrontaría acremente a los Contemporáneos. Don Germán disfrutaba al verse rodeado de jóvenes e incluso bailó al ritmo del new wave ochentero.
“Hay que tirarse de 40 pisos para reflexionar en el camino”, escribió en uno de sus poemas List Arzubide, quien con sus cómplices había sentenciado a Chopin a la silla eléctrica y lanzaba vivas al mole de guajolote.