Cuatro textos publicados en las últimas semanas en Milenio Semanal. La ilustración es de Eduardo Salgado.
La raza superior
Lejos de haber sido desterrados al otro mundo, como quería con optimismo imperial Francis Fukuyama en El fin de la historia, escrito sobre los escombros del Muro de Berlín y de la Unión Soviética, las ideologías y los fundamentalismos se reavivaron en los cinco continentes. En el basurero quedó esa visión del triunfo de la democracia liberal “a la americana” como la feliz culminación de la larga y sufrida marcha de la humanidad.
Al parecer, no hemos aprendido gran cosa de los extremismos del pasado que han causado millones y millones de muertes de las maneras más crueles. Hoy, en Europa, existen charlatanes que niegan con “argumentos científicos” que el exterminio de millones de judíos, gitanos y otros “no arios” solamente existió en la imaginación de los poderosos judíos que dominan el mundo y sus propagandistas (véase The Nizkor Project en www.nizkor.org). A estos historiadores espurios no los convencen ni siquiera los vívidos testimonios de los propios oficiales nazis juzgados en el tribunal de Nuremberg.
Uno de estos “historiadores” es el inglés David Irving, que en La guerra de Hitler (1977) intenta demostrar que el führer ignoraba que durante el Tercer Reich se practicaba el exterminio sistemático de seres humanos. El negacionismo es un delito en varios países de Europa, como Austria, donde Irving fue detenido en 2005 por haber hecho la “apología del nazismo” en 1989, cuando dio varios discursos en círculos neonazis. Esta vez había ido a un pueblo austriaco para hablar ante estudiantes de extrema derecha del grupo Olimpia. Condenado a tres años de cárcel, Irving se retractó mañosamente de algunas de sus afirmaciones y fue liberado un año después. Ahora da los toques finales a su biografía del jefe de las SS Heinrich Himmler.
Desde luego, los historiadores no toman en serio las tesis revisionistas de Irving, pero son muchos los jóvenes que caen seducidos ante delirios como ése no solamente en Europa, sino incluso en América Latina. En México existen grupúsculos de inspiración nazi, algunos de los cuales están formados por mexicanos con sangre india en las venas. Uno de éstos se hace llamar Último Reducto (www.ultimoreducto.com), cuya “cosmovisión” mestiza ha provocado la irritación de la “comunidad nacionalsocialista internacional”, que defiende ciegamente la pureza racial y por ello ha llamado a denunciarlos en sitios de internet y en mensajes electrónicos a sus simpatizantes regados por el mundo (véase la discusión en http://visionblanca.freeforums.org). El mensaje, que reproduzco tal cual en seguida, va acompañado de una decena de fotografías de jóvenes morenos haciendo el saludo nazi:

"Último Reducto es la principal organización promotora del NS entre mestizos e indígenas en este país. Es nuestro deber como Nacionalsocialistas reivindicar nuestra sagrada ideología como un movimiento identitario blanco, como una cosmovisión inherente al hombre blanco. Por lo tanto exhortamos a todos los destinatarios de este correo a denunciar ante la comunidad NS internacional a Último Reducto y a su líder Carlos Roger Priego Huesca. Reenvíen este correo a todos sus camaradas, para que nuestro grito de denuncia pueda ser escuchado."
Sin embargo, la mayoría de los neonazis mexicanos, como los europeos, defienden con hilarante orgullo la superioridad de “los blancos” sobre otras razas. Algo que, como las fantasías de los negacionistas, es imposible demostrar científicamente.
Rudo y Cursi para diputados
Si es verdad que los pueblos tienen los gobernantes que se merecen, como dice Will Fowler en Gobernantes mexicanos (FCE, 2008), los habitantes de este país hemos hecho todo mal. Podríamos justificarnos culpando a la historia de aberraciones como Santa Anna y Porfirio Díaz, e incluso Calles y Alemán, productos acabados del México institucional pero bronco —a pesar de los intentos de este último por modernizarlo, sin dejar de cobrárselo carísimo—, pero no por los personajes que han sido electos desde el año 2000 para enderezar el rumbo de una república extraviada.
México sigue siendo el mismo en muchos aspectos y ha empeorado en otros. En el devastado territorio nacional se apelmazan el futuro escurridizo y el atraso más penoso, de la mano ahora de una saña indecible cortesía del Crimen, S.A. —otro Estado, con sus propias leyes, encastrado como un violador en el cuerpo de las instituciones.
Presidentes, gobernadores, miembros del risible H. Congreso de la Unión, presidentes municipales, líderes sindicales y funcionarios de todos los partidos han demostrado olímpicamente su incompetencia, su afición por la dolce vita y, peor aún, su indeclinable vocación por el engaño y la corrupción. Sin embargo, los políticos surgen del seno de la población, no son entes extraños ni han sido impuestos por potencias imperiales —aunque sí muchas veces por groseros dedazos. Una vez en el poder —con fuero e impunidad— ponen en práctica los usos y costumbres de un pueblo tan atrasado como pintoresco. ¿Es parte de la idiosincrasia nacional esta conducta? ¿Cualquier mexicano que arribe al poder se corromperá inevitablemente? No, no es un problema de idiosincrasia, sino de educación. Y la educación en México está entre las que ostentan las calificaciones más bajas del mundo. ¿Cómo puede un “ciudadano” desinformado y peor educado discernir entre diferentes programas políticos? “Programas”, por otra parte, perpetrados por políticos sin ética cuyos antidemocráticos intereses particulares importan más que los del país.
Un ejemplo del fracaso de la educación nacional lo vemos en la película Rudo y cursi, de Carlos Cuarón, en la que dos hermanos campesinos de la costa guerrerense sueñan con alcanzar gloria y riqueza y encuentran la oportunidad de lograrlo al ser descubiertos por un cazador de talentos. Fugaces estrellas del futbol nacional, uno de ellos incluso efímero ídolo de la canción grupera, se marean con el juego, la coca o las mujeres, dando al traste con sus promisorias carreras.
Taimados, albureros, el Rudo y el Cursi parlotean una estridente jerigonza mezcla de Speedy González y el niño Édgar (¿recuerdan el video Édgar se cae?) y profesan un amor guadalupano a su madre, a la que sin embargo ninguno le cumplirá su promesa de construirle una casa. Será finalmente el narconovio de la hermana quien levantará una mansión para su suegra a la orilla del mar. Rudo y cursi, empero, no es un drama, pero tampoco llega a ser una comedia. El director se empeña en hacernos reír con esos cretinazos que probaron las mieles del triunfo y perdieron todo de la manera más estúpida. Imposible que Cuarón concibiera un final airoso para dos hombrecitos azorados ante la gran ciudad cosmopolita y una vida distinta. Al final vuelven al pueblo, derrotados, los sueños convertidos en viscosos recuerdos. Pedro Infante sufriría un ataque de pena ajena. Como a los políticos, al Rudo y al Cursi les sobra esa ramplona idiosincrasia y les falta educación.
El espíritu de Maimónides
Aunque usted no lo crea, hubo un tiempo en que árabes y judíos convivían en paz, compartían conocimientos y reflexionaban acerca de cuestiones religiosas, artísticas, filosóficas y científicas.
Expulsados de Judea por los romanos, los primeros hebreos que llegaron a España eran parte de la primitiva Diáspora que se desparramó por todas las regiones del Imperio, aunque versiones en las que se funden la leyenda y la historia cuentan que fueron desterrados siglos antes a la antigua Sefarad por Nabucodonosor o que eran comerciantes que viajaban en navíos fenicios a lo ancho y largo del Mediterráneo, y que habrían fundado Toledo, la antigua Toledath —“la madre de los pueblos”, en hebreo [Yitzhak Baer, Historia de los judíos en la España cristiana].
Arraigados en la vieja Hispania romana, los judíos fueron tratados cruelmente por los reyes visigodos cristianos hasta el siglo VIII, cuando los árabes conquistaron la península, estableciendo colonias de mercaderes judíos junto a las fortificaciones militares de las principales ciudades —Córdoba, Granada, Sevilla, Toledo—, y los califas atrajeron a la corte a poetas, médicos, contadores y científicos. Desde entonces, y hasta mediados del siglo XI, árabes y judíos conocieron un florecimiento de sus culturas que no ha vuelto a repetirse en ninguna otra época. “El grado de interacción e influencia mutua fue aún mayor en el campo de las ciencias exactas”, escribe Nissim Rejwan, “y el contacto entre eruditos judíos y árabes desembocó en la colaboración. Todos los tratados sobre ciencias naturales escritos por los primeros proceden de las obras árabes clásicas” [Israel en el Medio Oriente, un ensayo en perspectiva]. Así, la amalgama de las culturas judía y árabe en la España musulmana “produjo ricos resultados intelectuales, más perdurables y fructíferos que la unión de las culturas judía y helenizante en Alejandría”, asienta Simon Dubnow en su Historia judía: un ensayo sobre la filosofía de la historia.
Sin embargo, también hubo tribus musulmanas hostiles a los judíos durante la dominación árabe, como los almohades, que imponían a judíos y cristianos las leyes del islam. Llegados a la península en el siglo XII, los fanáticos orillaron a la familia de Rab Moisés Ben Maimón, mejor conocido como Maimónides —nacido en Córdoba en 1135—, a partir rumbo al exilio en distintos puntos del norte de África. Establecido en Egipto, Maimónides desarrolló una extraordinaria obra en la que confluyen la astronomía, la lógica, las matemáticas, la filosofía, la medicina y, sobre todo, el estudio del judaísmo. En su célebre Guía de perplejos, escrita en árabe alrededor del año 1190, Maimónides emprendió un inusitado esfuerzo por conciliar la fe y la razón, así como los dogmas del judaísmo con la filosofía aristotélica. Una obra fundamental en la que integra las diversas disciplinas humanísticas y el razonamiento científico con los principios religiosos, que tendría más tarde notoria influencia en filósofos cristianos como santo Tomás de Aquino y san Alberto Magno.
Prestigiado también como médico, Maimónides vivió y escribió entre árabes y, hasta su muerte en 1204, predicó una ética humanista. A él se atribuye esta frase: “Si Doctores más sabios que yo quieren ayudarme a entender, concédeme Señor el deseo de aprender de ellos, pues el conocimiento para curar no tiene límites”. El espíritu del viejo sabio judeoárabe vaga hoy atormentado bajo la lluvia de bombas en el ensangrentado Medio Oriente.
La Iglesia y el tráfico de esclavos negros
Juan Pablo II pidió perdón por el “holocausto desconocido” durante una visita a Gambia y Senegal, en 1992, perpetrado por “personas bautizadas que no vivieron de acuerdo con su fe”. Se refería al tráfico de esclavos negros de África a América.
En La trata de esclavos. Historia del tráfico de seres humanos de 1440 a 1870 Hugh Thomas afirma conservadoramente que en ese periodo fueron arrancadas de África unos once millones de personas para esclavizarlas en América. Portugueses, españoles, franceses, holandeses e ingleses, a los que se unieron más tarde los habitantes de las trece colonias, capturaban o compraban en distintas regiones de África a miles de hombres y mujeres libres para venderlos a los colonos, quienes los obligaban a trabajar en plantaciones y minas, así como en la servidumbre. El tráfico de esclavos fue un negocio que enriqueció a estados y comerciantes. En América la mano de obra forzada apuntaló las nacientes economías a lo largo y ancho del llamado nuevo mundo. No fue sino hasta 1780 cuando de Europa llegaron las primeras prohibiciones de poseer esclavos; poco después, en 1813, José María Morelos la aboliría formalmente en el México incipiente y en 1860 el primer presidente republicano de Estados Unidos, Abraham Lincoln, lo haría en Estados Unidos, con lo que empezaría a cambiar muy lentamente la condición de un raza a la que se trataba con aún mayor brutalidad que a los indígenas.
Otras fuentes apuntan que entre 1540 y 1850 fueron desterrados violentamente de África sesenta millones de negros [Alianza Reformada Mundial, 2004; warc.jalb.de]. Recluidos en fuertes como el de Elmina, construido por los portugueses en 1482 en el litoral de Ghana, los esclavos debían esperar, a veces varios meses, antes de ser enviados a la tortuosa travesía atlántica. Apretujados en oscuros calabozos, ahí comían y evacuaban sus intestinos. Al cabo de meses caminaban entre sus propios excrementos, y aquellos que trataban de resistirse eran golpeados, torturados y encadenados. A éstos se les abandonaba al sol inclemente para que murieran de hambre y sed. Los enfermos eran arrojados al mar y las mujeres violadas tumultuariamente por la soldadesca.
Durante tres siglos, solamente quince millones de esos sesenta llegaron a América. Los demás murieron sacrificados o a causa del hacinamiento y las enfermedades contraídas por las insalubres condiciones de los campos de concentración construidos en la costa oeste por Portugal, Holanda e Inglaterra.
En Elmina se erigió el primer templo católico en África, en uno de cuyos muros aún se lee la inscripción “Dios está aquí”. Es decir, no en los calabozos. Con esa burda justificación los religiosos se hacían de la vista gorda ante el tráfico de esclavos y su sufrimiento. Los piadosos cristianos oraban en medio de tormentos, violaciones y asesinatos.
Antes de concluir su visita el extinto papa leyó la inscripción en uno de esos antiguos enclaves militares y comerciales: “A la memoria eterna de la angustia de nuestros ancestros. Que quienes murieron descansen en paz. Que quienes regresen encuentren sus raíces. Que la humanidad nunca más cometa semejante injusticia contra la humanidad. Nosotros, los vivos, juramos no hacerlo”.
Ahora, cada año más de 400 mil afroestadounidenses visitan Elmina para recordar ese oprobioso pasaje de la historia. En tanto, la Iglesia católica sigue rezando mientras lanza anatemas contra madres solteras y homosexuales.