jueves, julio 30, 2009

Don Germán


Germán List Arzubide nació en Puebla el 31 de mayo de 1898 y murió poco después de haber cumplido cien años, el 17 de octubre de 1998. En agosto de ese año la Escuela Nacional de Música celebró el II Coloquio Silvestre Revueltas y entre las piezas que se interpretaron del compositor duranguense estaba Troka el poderoso, basada en el volumen de cuentos para niños del mismo nombre de don Germán. Ahí lo vi, en silla de ruedas y la cabeza gacha, acompañado de su hijo Eric List. Me acerqué a saludarlo: “Don Germán, ¿me recuerda? Soy Rogelio Villarreal...” Inmediatamente alzó el brazo y me dijo algo inaudible. Me hubiera gustado verlo con su altura imponente y su vigorosa jovialidad de apenas unos años antes.
Lo conocí en 1982 o 1983 en la oficina de mi padre, quien le publicó reediciones facsimilares de El movimiento estridentista (1927) y Troka el poderoso (1939). Además de haber sido uno de los pilares del estridentismo —ese irreverente e impetuoso movimiento de los años veinte hermanado con el ultraísmo y el futurismo—, List Arzubide combatió en la revolución mexicana, había sido educador, pionero de la radiodifusión cultural y autor de una veintena de libros de historia, ensayo, cuento y teatro guignol —género del que fue fundador en México.
Al presentármelo mi padre me dijo: “Don Germán es un monumento viviente”. Vaya si lo era: nada menos que el último poeta estridentista vivo y héroe de mil batallas políticas y culturales. Don Germán frecuentaba la modesta editorial de mi padre y le gustaba que mis amigos y yo le preguntáramos sobre sus hazañas de juventud, como aquélla de 1929 cuando Augusto César Sandino —de paso en México— le pidió llevar al Congreso Mundial Antimperialista en Francfort una bandera estadounidense que el llamado “General de Hombres Libres” le había arrebatado al ejército invasor en Nicaragua. List Arzubide ocultó la bandera entre sus ropas y así cruzó desde la frontera a Nueva York, a donde llegó en pleno verano. Sudoroso y agitado, tuvo que fingir una gripe endemoniada para justificar los gruesos ropajes. Una vez en Alemania recibió una ovación al mostrar la bandera de los odiados Estados Unidos y mereció el honor de presidir la asamblea al lado de personalidades como Henry Barbusse, Jawaharlal Nehru y la esposa de Sun-Yat Sen.
Don Germán y Felipe Ehrenbergh presentaron el primer número de mi revista La Regla Rota en la primavera de 1984. Con su discurso el entrañable poeta se echó a la bolsa a la concurrencia, jóvenes artistas y escritores que apenas despuntaban. Esa noche fresca habló de las revistas que él mismo había fundado y de los festejados manifiestos del estridentismo, y llamó a los jóvenes a no dejarse adocenar por el poder. Mencionó a un Octavio Paz que defendía con ardor la democracia pero que se mostraba intolerante ante cualquier opinión diferente a la suya.
Un par de veces nos acompañó don Germán a la discoteca El Nueve, una de ellas en el debut del grupo Café de Nadie, bautizado así en honor del solitario café de la avenida Álvaro Obregón en el que se reunían los poetas a fraguar la revolución literaria y artística que confrontaría acremente a los Contemporáneos. Don Germán disfrutaba al verse rodeado de jóvenes e incluso bailó al ritmo del new wave ochentero.
“Hay que tirarse de 40 pisos para reflexionar en el camino”, escribió en uno de sus poemas List Arzubide, quien con sus cómplices había sentenciado a Chopin a la silla eléctrica y lanzaba vivas al mole de guajolote.

Los 66 años de Mick Jagger



Truman Capote detestaba a los Rolling Stones y decía que Mick Jagger era “tan sexy como un sapo orinando”. Sin embargo, en sus Conversaciones le cuenta a Andy Warhol que los Rolling le caían bien “uno por uno” y que Jagger era un actor completo y fascinante, un performer fenomenal que irradiaba energía en el escenario, a pesar de que, enumera, “a) no sabe cantar, b) no sabe bailar y c) no tiene una maldita idea de lo que es la música”. Capote le confiesa a Warhol —quien lo entrevistaba para Rolling Stone sobre la gira American Tour de 1972 del grupo británico a la que los había acompañado— que le irritaba la manera despectiva en que los célebres rockstars y su personal trataban a sus fans, quienes se desvivían por estar en sus conciertos y pasaban la noche en vela mirando la taquilla. En algunos pasajes Capote narra vívidamente el desenfreno sexual y los excesos de la banda con las drogas y los tilda de adolescentes insufribles (algo de eso atestigua Robert Greenfield en Viajando con los Rolling Stones). Después de varias discusiones con Jagger, Capote se negó a escribir el reportaje.
En México los Rolling han sido admirados hasta la idolatría por los escritores de la onda —Parménides, José Agustín, Gustavo Sáinz y compañía— y por las generaciones que los han escuchado desde los años sesenta. Desde entonces Mick Jagger y sus compañeros se han convertido en mitos. Que si Jagger es dueño de un falo que alcanza los 23 centímetros y que, como el llorado Michael Jackson, duerme a veces en una cámara hiperbárica de oxígeno o que se inyecta hormonas de mono para mantenerse jovial —el 26 de julio cumplió 66 años. Apenas hace un año Keith Richards declaró a la prensa que Mick es “un freak poderoso, un maníaco vanidoso, un indeseable...”, pero que es precisamente eso, dice, lo que ha hecho durar cuatro décadas a “la banda más grande del mundo”.
Mick Jagger es una de las poquísimas celebridades que he tenido a un paso de distancia. Las otras son Grace Jones y Arnold Schwarzenegger. En el verano de 1983 los Rolling habían filmado en El Salvador el video de “Undercover of the night” —en el que Jagger aparece caracterizado como un rebelde centroamericano— y Grace Jones rodaba en México, con Schwarzenegger, Conan el bárbaro. Una noche asistí a la Galería de Arte Contemporáneo que dirigía Benjamín Díaz. No recuerdo ya quién era el artista que exponía pero sí que de pronto se armó un revuelo en la sala principal. Los tres famosos habían llegado a esa galería de la colonia Roma. Conan y un amigo se dedicaron a ver los cuadros sin que nadie los importunara mientras Benjamín llamaba a Mick y a Grace para encerrarlos en su oficina y protegerlos del tumulto que se formaba en derredor suyo. Un pequeño grupo pudimos colarnos y estar un buen rato y hasta brindar con ellos. Benjamín, nos contó después, había conocido a Jagger en Nueva York y éste le prometió que lo visitaría algún día en la Ciudad de México, cosa que cumplió. Le dije a Mick Jagger que yo hacía una revista contracultural y que mi amigo Adolfo Patiño, mejor conocido como Adolfotógrafo, le tomaría una fotografía y la publicaríamos en la portada —cosa que hice. Adolfo le dio una regla de madera y le tomó la foto a un tipo sonriente, amigable. Después de tomarla Adolfo le pidió el teléfono a Grace Jones. La grácil pantera, con una sonrisa amorosa, le respondió: “Cero, cero, cero...”.
Ellos se fueron a un fiesta exclusiva, nosotros a un café de chinos.

El nombre de mi padre


El 19 de julio mi padre cumplió siete años de muerto. Escribí esto para Milenio Semanal. En la foto, de Pedro Meyer, mi papá abraza a Narda, en el desaparecido Discobar El Nueve, ca. 1985.

La experiencia de encontrarse frente a una persona que se llama como uno es desconcertante, casi tanto como la de reflejarse en un espejo que nos devuelve una imagen levemente alterada o, más alucinante aún, toparse con un doble. El nombre nos define, de ahí el desconcierto al encontrar nuestro nombre calzado en otro ser. (Borges escribió sobre esto, con portentosa imaginación, en Borges y yo, El otro y en su poema El otro, el mismo.) Hace años, en la Feria del Libro de Guadalajara, me presentaron a un editor que responde al mismo nombre y apellido que yo y a quien le enviaban libros y mensajes que eran para mí; aunque yo también recibía algunos destinados a él, hasta que los remitentes entendieron que se trataba del mismo apelativo desdoblado en dos sujetos.
Hace unas semanas, en Torreón, un diario local dio cuenta del asesinato de un hombre de 46 años por una banda a la que apodan “Los Carniceros” por dedicarse a la matanza de animales. Lo golpearon con tubos y varillas y, después de asestarle varias cuchilladas, murió unas horas después en el hospital. Ese hombre se llamaba Rogelio Villarreal. Sentí un leve escalofrío al leer ese nombre que es el mío.
En esa ciudad, otro Rogelio Villarreal murió a los 69 años en julio de 2002. Aunque mi padre llevaba una vida más o menos plácida en Torreón, en ocasiones se desmandaba y era protagonista de las peores francachelas, como lo atestiguaron escritores laguneros como Daniel Herrera y Jaime Muñoz. Sin embargo, hacía lo que quería: leer casi todo el tiempo, acostado en un sofá y rodeado por cuatro ventiladores que lo mantenían fresco en medio del calor abrasador del desierto. A unos pasos de su casa estaba la cantina La Riviera, en la que acostumbraba despachar asuntos como la publicación de autores de la región. Frecuentaba cocteles y presentaciones de libros y conciertos, gustaba de caminar blandiendo su bastón como si fuera un lord inglés —a veces se vestía todo de blanco, como un terrateniente tropical—, comer opíparamente en alguna fonda barata y después sentarse en las bancas de la plaza de armas a leer el diario y ver pasar la tarde. Por las noches escribía a mano poemas, notas y algo que, decía, sería una novela sobre el 68 mexicano.
Tenía diez mil libros bien clasificados y afirmaba haberlos leído todos. Nunca lo dudé, pues desde chico recuerdo haberlo visto siempre con un libro en las manos y varios más en el buró. A su erudición añadía su sentido del humor. De él heredé la pasión por Groucho y sus hermanos, pero también por el Piporro, cuyos retrúecanos podría haber celebrado aquel cómico del grueso mostacho de pintura.
Me contó Daniel Herrera que una vez fue a visitarlo y, al momento de tocar la puerta, un par de coches se estrellaron en la esquina. Doña Luz, ayudante de mi padre, abrió asustada y fue corriendo a decirle lo que había pasado. Él, recostado como un pachá, respondió sin despegar la mirada del libro en turno: ¿Ah sí?, no me importa...
Mi padre ya no pudo resistir el tercer infarto. Pasó la noche en el hospital sin perder el buen humor. Bromeaba con la enfermera y con doña Luz, fiel como una nana. Escuchen, les decía a las dos mujeres, me están llamando... No, don Rogelio, nadie lo está llamando... Sí, oigan, es del 666, debe ser el diablo, que ya me está esperando... y sonreía ante la congoja de las pobres mujeres.
Esa madrugada de hace siete años murió mi padre, que se llamaba como yo. Me pregunto si una parte de mi nombre murió con él.

domingo, julio 12, 2009

La política de dios


En México difícilmente alguien recordará haber visto alguna vez a un estadista en la presidencia o en los gobiernos de los estados. En cambio, varias generaciones han presenciado los penosos espectáculos que han estelarizado autosuficientes mandatarios priistas y, desde el 2000, dos tipos de cuidado —panistas, para más señas. Escenas y declaraciones que figuran ya en antologías del ridículo: Gustavo Díaz Ordaz: “Todo es posible en la paz”; Luis Echeverría: “La inflación no nos beneficia pero tampoco nos perjudica, sino todo lo contrario”; José López Portillo: “¡Ya nos saquearon, no nos volverán a saquear!”; Miguel de la Madrid: “Estamos tomando las medidas”; Carlos Salinas: “Compatriotas, México ya es un país del primer mundo”; Ernesto Zedillo: “No traigo cash”; Vicente Fox: “Qué bueno que no sepas leer, así no te enteras de las noticias”; Felipe Calderón: “Haiga sido como haiga sido”.
En ese tono, el presidente Calderón se lamentaba la semana pasada porque los jóvenes “no creen ni siquiera en Dios”, y a propósito de la muerte de Michael Jackson se permitió lanzar una admonición sobre la peligrosidad de las drogas —no del tabaco ni del alcohol, sino de las drogas en general. (Ni una palabra sobre la conveniencia o no de legalizar tan sólo la cannabis, por ejemplo.)
La tentación de regir la vida pública de acuerdo con las propias convicciones morales y religiosas es, al parecer, irresistible, sobre todo en los dos presidentes provenientes de un Partido Acción Nacional ya muy erosionado y distante de los principios democráticos que animaban a sus respetables fundadores Manuel Gómez Morín y Efraín González Luna.
Por desgracia, no son pocos los políticos que en nombre de dios tratan de orientar su gestión pública, como si vivieran en un Estado teocrático. Funcionarios de todos los partidos, pero principalmente panistas, dan muestras continuas de intolerancia y actitudes fundamentalistas. En Jalisco, por ejemplo, un estado donde el tradicionalismo y la ultraderecha tienen fuertes raíces, un secretario quiso prohibir el uso de la minifalda a las empleadas del Ayuntamiento, y el ex gobernador Francisco Ramírez Acuña, ahora en busca de una diputación, presume aún de la “mano dura” con que trató a los “delincuentes”, esto es, a jóvenes que acudían a “orgías y francachelas” —un rave en donde los asistentes fueron vejados y golpeados conocido hoy como el tlajomulcazo— y a decenas de personas inocentes acusadas de haber participado en actos violentos durante la manifestación del 28 de mayo de 2004 y que fueron detenidas arbitrariamente, torturadas y encarceladas. Sin pudor, declaró que “en Jalisco no hay represión ni tortura” al conocer y tachar de parcial el informe de la Comisión Nacional de Derechos Humanos.
Emilio González Márquez, gobernador de Jalisco, muy cercano al cardenal Sandoval Íñiguez y famoso por la tequilera mentada de madre a sus detractores y por los generosos donativos a Televisa, impugnó ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación la Norma Oficial Mexicana que obliga a los hospitales públicos a ayudar a abortar a una víctima de violación. Solamente un pensamiento torvo, insensible y bárbaro como el de este hombre piadoso puede concebir que a la crueldad de ese acto y el posible embarazo se añada la infamia de tener al hijo de un criminal.
Lo estamos viendo en Irán y lo estamos viviendo en Jalisco: la religión y la política no se llevan. Aunque a veces la política sea una extensión de aquélla.

La prueba del ácido

Alejandro Encinas, ex comunista convertido al credo de Andrés Manuel López Obrador, prometió en diciembre de 2006 escribir un libro que “sería implacable” con los críticos del candidato perdedor aunque, como declaró en esa fecha invernal, “no nos ganaron la elección, nosotros la perdimos” (“Alejandro Encinas: El delfín de AMLO”, Reforma, suplemento Enfoque, 9-III-2008). El best-seller aún no ha visto la luz y, si algún día llegara a ser publicado, difícilmente contendrá algo más que los lugares comunes que repiten desde la derrota los intelectuales embaucados por López Obrador y embelesados con su falsa vocación democrática y progresista. Desde luego, sería interesante leer cómo un hombre de apariencia beatífica que no pierde oportunidad de presumir su integridad y sus principios justifica los cismáticos malabares ejecutados en Iztapalapa hace unas semanas por el caudillo al ungir y destituir, simultáneamente, al ejemplar ciudadano Juanito.
En el movimiento pacífico del gandhi-obradorismo no hay espacio para la disidencia, y el periodista, académico o vecino que no esté con él pasa automáticamente a engrosar las filas del yunquepanismo, de los traidores a la patria y de los cómplices de “la mafia” que, ay, le robó la presidencia. Y eso es motivo suficiente para prodigarles insultos y amenazas. El retropriista vendaval de Tabasco azuza, provoca y sonríe como un padre ejemplar.
El politólogo Arnaldo Córdova, por ejemplo, dejó el estudio y ahora ensalza a López Obrador con retórica digna de la burocracia soviética: “El camino elegido por López Obrador para levantar y sostener este gran movimiento cívico está todo sustentado en la fidelidad a las instituciones y al derecho vigente en este país” (“El voto como la vía para el cambio”, La Jornada, 17-V-2009), al igual que Lorenzo Meyer, historiador y creyente en el dogma del fraude, como lo confesó a Luis Mandoki en su “documental”: “La única fuerza política aún empeñada en la búsqueda de una salida al círculo cerrado en que se encuentra el proceso político mexicano es la encabezada por AMLO. Sin embargo, el gran poder de sus adversarios combinado con la desilusión colectiva con la política [...] hace que la construcción de la alternativa desde la izquierda y desde la base no logre recuperar el terreno perdido en 2006” (“El círculo cerrado”, Reforma, 21-V-2009). La verdad es que ninguna de estas eminencias se ha metido a desmontar el discurso de un político populista que gustoso se tomaría un café con Mussolini y Chávez, y que es uno de los principales culpables del desastre de la izquierda mexicana.
De izquierda se califican versiones históricas tan contrapuestas que la han convertido en un complicado rompecabezas, pues en ese amplio espectro caben democracias como España, Finlandia, Portugal, Brasil y Reino Unido (países gobernados por socialdemócratas) y longevas dictaduras como las de Cuba, China, Vietnam y Corea del Norte. Una izquierda en verdad democrática debe equilibrar la democracia y la libertad con la justicia social y el Estado de bienestar, sin dejar de cuidarse del principal peligro que siempre la ha acechado: el caudillismo demagógico que con el supuesto fin de luchar por reivindicaciones sociales del pueblo —“bueno”, of course— sólo se ocupan de hundirlo más y de su insaciable avidez de poder. La prueba del ácido para distinguirlo es el respeto a la legalidad democrática, algo que a López Obrador y a sus intelectuales les tiene sin cuidado.

El abuelo muere


Necesidad imperiosa, la de contar. Narrar el recorrido por el continuum vida-muerte-vida, la odisea que lleva a la soledad final. Transitar la circularidad de la literatura a lo real y viceversa. Enunciar la angustia, la pasión, la vaciedad.
Como Sándor Márai, el abuelo de Emilia Nassar decide suicidarse, pero lo hará gradualmente. Al tiempo que avanza el inexorable ayuno del gastroenterólogo Emilio Nassar la joven nieta registra en su memoria las conversaciones acompañadas de café con leche, en las que el patriarca socarrón y galante, neurótico de fino humor, lanza denuestos contra el “cine moderno” (“después de 1950 no se ha filmado una sola película que valga la pena”), aconseja y se enfurruña, habla de libros, de medicina y recuerda boleros clásicos —“Obsesión” en la voz de Daniel Santos. Y habla en voz baja de su mujer, la que se fue con otro hombre y a la que echa de menos, pues fue la única mujer en su vida. En cambio, Emilia, a sus veinticinco años, ya ha conocido a cinco hombres —muchachos, algunos de ellos— y aún se pregunta si el amor —es decir, algo más que arrumacos, sexo y tedio— no es una invención. Sin embargo, entre ellos dos hay una comprensión extraordinaria, a pesar de su complejidad y de habitar mundos contrapuestos; una cercanía como pocas veces en la literatura ha existido entre un abuelo y su nieta: entre el Emilio de 72 años y la Emilia de 25 hay vasos comunicantes por los que circulan en doble sentido ideas y costumbres distantes, pero también sentimientos que permanecen inmutables al paso de los siglos. Ésta es la sencilla historia de un anciano que desea partir ya de este mundo y, generoso, le regala los últimos días de su vida a Emilia.
Primera novela de la capitalina Brenda Lozano (1981), Todo nada (Tusquets, 2009) es el entrecruzamiento de la tradición férrea, ordenada, y el vertiginoso marasmo de la vida cotidiana actual, armada limpia y sagazmente con capítulos breves e incluso con frases —o aforismos— que contienen capítulos enteros: “Nadie quiere verse a sí mismo. Por eso, y por fortuna, existe el otro”; “Un hombre inteligente hace reír a los demás. Un sabio se ríe de sí mismo”; “Cuanto más extraño a alguien menos puedo decirlo”; “El abuelo muere. Ésta no es una frase. El abuelo muere”.
De páginas pulcras y bien cuidadas, alejada venturosamente de arrebatos sensibleros y fallidos experimentos de moda, en Todo nada campea una extraña madurez acaso dictada por el aliento del médico moribundo, gran lector de los clásicos —Proust, entre ellos, omnipresente. Memoriosa y aguda, pese a la tragedia que adivina, Emilia Nassar parece seguir la máxima extraída de la carta de fray Servando: “Mi genio es festivo, el asunto trágico-cómico” [Carta 1 de fray Servando Teresa de Mier al doctor Muñoz, sobre la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe, 1797]. Es cierto, la lectura de Todo nada dibuja sonrisas al final de pasajes amargos y suscita reflexiones en medio de las anécdotas traídas a cuento por Emilia, como la del niño emberrinchado que exige ser llamado Batman o la del joven que confiesa en una fiesta que de chico ansiaba convertirse en el Mesías de los judíos. Hay ecos del viejo Groucho que se escuchan a lo largo de la novela, ya en voz de Emilia: “Si no le gusta hay otros. Éste es mi abuelo”, ya en la de Emilio: “Las nietas son motivo suficiente para que todo hombre se niegue a procrear”.
Experiencia, sabiduría y madurez en una novela de juventud. Nada mal para ser su primera vez.

Un sabio yucateco


La península yucateca es una región cuya historia es ajena a muchos mexicanos. El antropólogo y estudioso de las artes y de las letras Alfredo Barrera Vázquez —n. 26 de noviembre de 1900— trató de borrar esa distancia. De niño aprendió a hablar el maya y en su juventud se especializó en lingüística y filología. Fue colaborador de Sylvanus G. Morley mientras éste trabajaba en La civilización maya (FCE, 1946) y presidente vitalicio de la Academia de la Lengua Maya, creada por él en 1937. También fundó en 1959 el Instituto Yucateco de Antropología e Historia y la Escuela de Ciencias Antropológicas de la Universidad de Yucatán en 1970. Tradujo el Libro de los libros de Chilam Balam y el Códice de Calkiní, entre otros documentos históricos, y escribió cientos de estudios y notas de divulgación de la cultura maya y su herencia en la cotidianidad de la península. Sobre su experiencia como traductor escribió: “El estudio de los textos mayas ha tenido que enfrentarse a obstáculos como el de que casi toda palabra tenga varios significados; el de que los diccionarios no traigan todas las formas léxicas que aparecen en los textos... el de que ciertas frases, a la fuerza de rebuscamientos para esconder el pensamiento original al intruso de ocasión, estén asentadas en forma anómala y que desconcierta al lingüista” (Libro de los libros de Chilam Balam). Una de sus últimas contribuciones fue el Diccionario maya-español (Cordemex, 1980).
Alfredo Barrera Vázquez murió en 1980. Para recordarlo Carlos E. Bojórquez Urzaiz ha reeditado el libro que contiene los artículos que Barrera publicó en 1942 en el Diario del Sureste en la columna que llevaba el mismo nombre: ¿Lo ignoraba usted? (Gobierno del Estado de Yucatán - Biblioteca Básica de Yucatán, 2009; puede pedirlo a biblioteca.basica@yucatan.gob.mx); una brevísima enciclopedia que da cuenta de temas étnicos, lingüísticos, de etnobotánica y zoología, además de anécdotas y apuntes de la cultura maya del Yucatán histórico y de su época.
Entre las notas de este ameno volumen se entera uno del verdadero origen de las palabras cacao y chocolate, que no es náhuatl, sino maya, en sus variantes cacan, cucue y quicou; o que huipil no es maya, sino náhuatl: huipilli —en maya es kub. También que hubo focas en las costas yucatecas hasta principios del siglo XX y que fueron exterminadas por pescadores o que los antiguos habitantes de la península construyeron carreteras aunque no conocieron la rueda —y que comían pequeños perros sin pelo.
Los antiguos mayas clasificaban los suelos en veinte variedades de tierras, como el yaxhom, un terreno muy fértil de tierra caliza húmeda plana, con depresiones o zanjas que absorben las aguas, o el petén, terreno de lecho pétreo, costero, fértil, con bosques altos, anota Barrera Vázquez, y también la invención del cero y de la numeración por posición, con la que cualquier cantidad puede representarse con tan sólo tres signos. Además, que el concepto maya de belleza incluía el achatamiento de la cabeza y provocarse estrabismo desde pequeños.
A mediados del siglo XIX el próspero Yucatán producía y exportaba a La Habana, Nueva York, Nueva Orléans y Belice productos como baúles, guitarras, herrajes para carros, machetes, maíz, metates, peines, pulpa de tamarindo, sombreros, tabacos, zapatos y ¡hasta huevos! Un libro delicioso que es apenas una probadita de la vasta sabiduría de Alfredo Barrera Vázquez, cuyas obras mayores deben leerse con detenimiento.